Por: P. Vicente Aníbal Romero Peña
La canonización del Dr. José Gregorio Hernández Cisneros, junto a seis beatos más, celebrada en la Ciudad del Vaticano, el 19 de octubre del presente año, fue el motivo central de este viaje intercontinental. Una experiencia que, más allá del acontecimiento litúrgico, se transformó en una profunda vivencia teológica y humana.
Durante estos días he recorrido lugares históricos: templos, fontanas, esculturas y monumentos que testimonian la grandeza del antiguo Imperio Romano, símbolo de poder y hegemonía. Mientras contemplaba, junto a peregrinos y turistas de diversas partes del mundo, aquellas imponentes construcciones, surgía en mi interior una reflexión crítica: ¿cuántas vidas se entregaron para edificar tales estructuras? Eran tiempos de esclavitud, sometimiento y sufrimiento humano.
Una teología encarnada no se queda en la contemplación estética de la piedra, sino que penetra en su ethos, en la historia de quienes las construyeron, en la sangre y el sudor que dieron forma a la belleza. Los templos católicos, majestuosos y sublimes, son también expresión de épocas donde la fe respondía a las más hondas dimensiones del ser humano: el amor, el temor, la búsqueda de sentido. En ellos se revela la dialéctica del espíritu humano que anhela trascender lo efímero.
Visité Castel Gandolfo, la tradicional residencia veraniega de los Papas. El Papa Francisco, fiel a su opción por la pobreza evangélica, decidió no utilizarla, afirmando con sencillez que “los pobres no tienen tiempo para veranear”. En este lugar conocí su proyecto inspirado en la encíclica Laudato Si’: una finca integral, ecológica y educativa, abierta a estudiantes de todo el mundo para el aprendizaje y el intercambio de experiencias sobre el cuidado de la Casa Común. Me informaron que la finca Laudato Si’ aún se encuentra en desarrollo, pero su espíritu ya habita entre quienes sueñan con una ecoteología integral.
El miércoles 22 de octubre compartí un encuentro providencial con dos peregrinos mexicanos, Raúl Flores y César Holguín, con quienes realicé una caminata hasta la Plaza de Campo de’ Fiori, donde se erige la escultura de Giordano Bruno, sacerdote dominico que fue condenado a la hoguera por la Inquisición debido a sus ideas cosmológicas adelantadas a su tiempo. Ante su figura, hicimos un acto de reflexión, oración y acción, reconociendo en su historia el valor del pensamiento libre, la búsqueda de la verdad y el precio que muchos han pagado por defender la conciencia. No se trata de juzgar el pasado sería caer en el anacronismo, sino de discernir sus lecciones con mirada crítica y compasiva.
Compartimos luego un diálogo fecundo sobre Benito Espinosa, quien descubrió la presencia de Dios en la naturaleza; Séneca, amante del estoicismo; y el propio Giordano Bruno, visionario que soñó con otros mundos habitados, “amigo de otros soles y de otros seres”. Fue un almuerzo teológico, donde la conversación se volvió eucaristía del pensamiento y la comida pan partido y solidario.
Al retornar, una de las líneas del tren estaba suspendida, por lo que debimos caminar cerca de cuarenta y cinco minutos, con nervios y apresurados por qué mis amigos mexicanos debían viajar a Florencia.
En estas peregrinaciones urbanas me acompañó Tatiana, una compatriota ecuatoriana, y el Padre Yony, estudiante en la Universidad Gregoriana, fundada en 1563. Visitar aquella institución me permitió experimentar la universalidad del pensamiento católico, donde la fe dialoga con la razón, y la Iglesia continúa siendo madre y maestra en la búsqueda de la verdad. En el colegio Pio Latino, residencia de los estudiantes de varías universidades de Roma, es el cuadro de San Oscar Arnulfo Romero, quien fue estudiante en la década del 50.
Hoy, jueves 23 de octubre, acudí a la Basílica de Santa María la Mayor, donde reposan los restos del Papa Francisco, y mis ojos se llenaron de lágrimas y emoción, ya que traje a mi memoria su visita en Ecuador, porque luego acompañé en Guayaquil, Quito y El Quinche, volví en mi y recordé que en su testamento espiritual, pidió ser enterrado allí. Para mí, Francisco ha sido un profeta de nuestro tiempo: su doctrina, sus encíclicas y sus gestos pastorales constituyen un clamor permanente de esperanza en medio de un mundo fracturado, donde la minoría intenta confundir a la mayoría, y la mayoría muchas veces ignora la voz de las minorías.
Al concluir esta travesía, comprendo que la vida es un viaje continuo, un peregrinaje del espíritu. Somos caminantes del misterio, buscadores de sentido en medio de la historia.
Y así, revestidos de esperanza, alegría y fe, seguimos tremolando las banderas del Evangelio, en el hasta triunfal de la existencia, con la certeza de que todo camino humano es, en el fondo, un camino hacia Dios.





















