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Teología de la calle: ¿Dónde está, muerte, tu aguijón. 1 Corintios 15,55

Por: P. Vicente Aníbal Romero Peña

En el mundo católico, cada 2 de noviembre recordamos con fe y esperanza a nuestros difuntos. Este día nos invita a reflexionar profundamente sobre la realidad de la muerte, una experiencia humana que atraviesa todas las culturas y épocas.

Desde los antiguos pueblos judíos, aztecas, mayas, vikingos, puruhaes, zaraguros y tantas otras civilizaciones, el ser humano se ha preguntado con asombro y temor: “¿Qué hay después de la vida?”. Esta inquietud revela una necesidad existencial de trascendencia, un anhelo por comprender el misterio último de nuestra existencia.

En una sociedad donde la muerte parece tener la última palabra, Cristo nos recuerda con poder y ternura que Él es la Resurrección y la Vida. En Él, la muerte pierde su dominio; su aguijón queda vencido por el amor redentor de Dios.

Tanto la vida como la muerte son misterios que escapan a la lógica humana. El filósofo Maurice Blondel afirmaba que el ser humano mismo es un misterio, llamado a encontrar sentido en su existencia y en su destino final.

Como discípulos de Jesús de Nazaret, afirmamos la vida como un don sagrado y como un lugar teológico, donde Dios se manifiesta en lo cotidiano, en el sufrimiento y en la esperanza.

Al recordar a nuestros seres queridos que ya han partido a la casa del Padre, encontramos en ellos un impulso para seguir caminando con bondad, fe y resiliencia.

Comprender nuestra existencia no es tarea sencilla. Las diversas teorías culturales y filosóficas intentan interpretarla desde sus propias visiones del mundo. Sin embargo, la teología de la cultura nos invita a mirar más allá de lo aparente, descubriendo que somos parte de un todo armónico: Dios, la naturaleza y el ser humano.

Esta tríada sagrada constituye el horizonte de la resurrección, donde la vida vence a la muerte y el amor de Dios se revela como plenitud eterna.

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